domingo, 25 de octubre de 2009

Los recuerdos


¿Sabeis esa sensación que se tiene cuando llevas mucho tiempo durmiendo y te sientes lenta, cansada, poco ágil...? Pues así me siento yo después de llevar 6 días en casa alternando la cama con el sofá, con períodos de fiebre y otros de tiritona. Sin embargo, ayer desperté de golpe. Con una sensación poco agradable. Mi padre y mis tíos habían conseguido su objetivo; vender la casa de mis abuelos.

Es algo contra lo que he intentado luchar desde que mi abuelo murió. Pero no había solución. Tengo que aclarar que la casa de mis abuelos no es una casa cualquiera. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos años tiene (pues nadie se ha molestado nunca en mirar las escrituras), tiene 100 m cuadrados distribuidos en 2 plantas, si bien el desván no se puede habitar y se usa de trastero. Existe también un patio o corral inmenso con unas cuantas construcciones que servían de almacenes para los aperos del campo o bien como vivienda de los animales (cerdos, chotos, gallinas, conejos…).

Además de una bodega, un portalón, la caseta del pozo… en fin, la típica casa de Tierra de Campos de Castilla.

Pero esas cosas no son las importantes, lo importante es que es la casa en la que se criaron mis tíos y mi padre, llena de recuerdos por todas partes y olores familiares que me traen imágenes de mi abuelo conmigo sentados en el banco del patio. No puedo pensar que esa casa no va a volver a ser parte de mí. No quiero ser hipócrita, yo nunca me he sentido como en casa allí, mis abuelos no eran la clase de persona que te dan esa confianza, y siempre había un respeto flotando en el ambiente y un “abuelo, ¿puedo salir al patio con los gatos?”, pero también es verdad que esa pregunta iba siempre acompañada de una sonrisa, una mano arrugada y cálida que me cogía y una gran historia en el corralón. Siempre me he sentido querida por parte de mis abuelos y por lo tanto en esa casa. Y ahora, todo eso, se quedará en mis recuerdos porque ya no podré volver a abrir el cerrojo de la puerta de la cocina, ni entrar con miedo por si me comían las arañas en el cobertizo, ni imaginarme que era una aventurera subiendo a las conejeras, ni coger higos ni manzanas de los árboles…. Ni sentarme con mi abuelo en el banco de la entrada y escuchar sus historias.